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viernes, 15 de noviembre de 2013

Destruccion de Pompeya



A mediados de agosto del año 79 después de Jesucristo se ma­nifestaron los primeros indicios de una erupción del Vesubio, como ya había sucedido frecuentemente. En las primeras horas de la ma­ñana del día 24, sin embargo, se vio claramente que se avecinaba una catástrofe jamás vivida.

Con un trueno terrible se desgarró la cima del monte. Una columna de humo, abriéndose como la copa de un gigantesco pino, se desplegó en la bóveda del cielo y, entre el fragor de truenos y relámpagos, cayó una lluvia de piedras y ceniza que oscureció la luz del sol. Los pájaros caían muertos del aire, las personas se refugiaban dando gritos, los animales se escondían. Las calles se veían inundadas por torrentes de agua, y no se sabía si tales cataratas caían del cielo o brotaban de la tierra.

Aquellas ciudades de reposo estival quedaron sepultadas en las primeras horas de actividad de un esplendoroso día de sol. De dos maneras les amenazaba el trágico final. Un alud de fango, mezcla de ceniza con lluvia y lava, caía sobre Herculano, inundaba sus calles y callejas, aumentaba, cubría los tejados, entraba por puertas y ventanas y anegaba toda la ciudad, como el agua empapa una esponja, envolviéndola con todo lo que en ella no se había puesto a salvo en huida rapidísima, casi milagrosa.


No sucedió así en Pompeya. Allí no cayó ese turbión de fango contra el cual no quedaba más salvación que la huida, sino que em­pezó el fenómeno con una fina lluvia de ceniza que uno podía sa­cudirse de encima, luego cayeron los lapilli, como si fuese pedrisco, y después cayeron trozos de piedra pómez de muchos kilogramos de peso. Lenta y fatalmente se manifestó la temible envergadura del peligro. Pero entonces era ya demasiado tarde. Pronto quedó la ciudad envuelta en vapores de azufre que penetraban por las ren­dijas y hendiduras y se filtraban por las telas que las personas, al respirar cada vez con más dificultad, se ponían para cubrirse el rostro. Y corriendo, huían al exterior para lograr así la libertad de respirar el aire; pero las piedras les daban con tanta frecuencia en la cabeza, que retrocedían, aterrorizados. Apenas se habían refu­giado de nuevo en sus casas, se derrumbaban los techos, dejándolos sepultados. Algunos, durante breve tiempo, conservaron la vida. Bajo los pilares de las escalinatas y las arcadas se quedaban acurru­cados durante unos angustiosos minutos. Luego, volvían los vapo­res de azufre que los asfixiaban.


Al cabo de cuarenta y ocho horas el sol salió de nuevo. Pero ya Pompeya y Herculano habían dejado de existir. En un radio de die­ciocho kilómetros, el paisaje quedó asolado, y los campos, antes fértiles, totalmente arrasados. Las partículas de ceniza se habían extendido hasta el norte de África, Siria y Egipto.


Del Vesubio sólo ascendía una débil columna de humo y de nuevo el cielo se tornaba azul.

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