Roque Joaquín
de Alcubierre. Nacido a mediados de agosto de 1702 en Zaragoza, fue el español
y gran descubridor de Pompeya. Perteneció al cuerpo de ingenieros del ejército
español y fue destinado a Nápoles donde por su cargo y amistades empezó a
trabajar en el descubrimiento de Herculano y posteriormente realizaría el gran
descubrimiento de su vida que le valdría un hueco en la historia de la
arqueología Pompeya. Alcubierre estuvo excavando durante mucho tiempo en
Herculano donde realizo importantes descubrimientos ya que empezó a sospechar
que bajo el suelo que pisaba podían encontrarse grandes tesoros del pasado
romano, así que comentó sus inquietudes con su superior, Medrano, proponiéndole
una excavación en la zona. Éste comunicó
la idea a sus mandos y, por suerte, el monarca Carlos III, llevado por sus
inquietudes intelectuales, accedió a la empresa y nombró encargado de la misma
al propio Alcubierre, en octubre de 1738 comenzaron las excavaciones, a partir
del pozo Nocerino. Ni Alcubierre, ni Medrano ni el monarca podían sospechar
entonces que estaban a punto de marcar un antes y un después en la historia de
la arqueología mundial.
Pese al
beneplácito real, los medios con los que contó el ingeniero aragonés no fueron
en principio demasiados, sólo tres obreros se dedicarían a la excavación,
dirigidos por el propio Alcubierre. Por fortuna, los resultados no tardaron en
salir a la luz. Poco tiempo después de comenzar la inspección del subsuelo los
trabajadores encontraron los restos de un muro, que en un principio Alcubierre
identificó como parte de un templo de la ciudad de Pompeya. Aquel inesperado
logro consiguió ilusionar al monarca, y pronto el ingeniero contó con más mano
de obra para continuar excavando, hasta alcanzar una cifra de catorce o quince
obreros. Los trabajos, sin embargo, eran especialmente penosos.
A pesar de
las dificultades, la excavación continuó arrojando resultados positivos y con el paso del tiempo, no había semana en el que no se hallara
alguna escultura o pieza de importancia. Alcubierre no dudó en llevar un
registro pormenorizado de los hallazgos, de los que informaba puntualmente a
Carlos III, sabiendo que cada descubrimiento servía para aumentar el ya notable
entusiasmo del monarca.
Poco después
se produciría un hallazgo de gran importancia. En principio parecía una
inscripción más, tallada sobre una lápida, pero tras una inspección detallada
del texto latino se descubrió que hacía mención a la construcción del recinto
que hasta entonces se tenía por un templo, y que resultó ser nada más y nada
menos que el teatro de la ciudad de Herculano. No tardó en ser rescatada una
segunda lápida inscrita, en la que se mencionaba directamente al arquitecto del
recinto: Publio Numisio.
El importante
hallazgo, que confirmaba el descubrimiento de los restos de una de las ciudades
mencionadas en los textos de Plinio el Joven, alimentó aún más el entusiasmo de
Carlos III. Una galería tras otra, los descubrimientos de piezas de distinta
índole se iban sucediendo sin descanso: esculturas de mármol y bronce, pequeños
utensilios y, finalmente, bellísimas pinturas. Éstas últimas pertenecían ya a
otro edificio, la basílica de Herculano, que se encontraba en las cercanías del
teatro descubierto en primer lugar. Ya no había duda. Bajo los pies de la
ciudad se ocultaba sepultado un tesoro histórico de valor incalculable. Hay que
tener en cuenta que para Alcubierre y sus contemporáneos, y en especial para
los estudiosos de la Antigüedad, la única forma de conocer las obras,
construcciones y estilo de vida de aquella civilización ya desaparecida
radicaba en la contemplación de los escasos edificios romanos que seguían en
pie. El hallazgo de una ciudad intacta, sepultada por la lava y las cenizas,
constituía por lo tanto un hito sin precedentes.
El
ingeniero Alcubierre, cuyo prestigio iba aumentando a la par que salían a la
luz nuevas antigüedades, siguió trabajando con ahínco en las oscuras galerías.
Aquel agotador ritmo de trabajo, unido a las insalubres condiciones de la
excavación, terminaron por minar la salud del aragonés, que enfermó gravemente,
hasta el punto de que tuvo que retirarse voluntariamente a Nápoles durante
cuatro años, entre 1741 y 1745. No en vano, las condiciones eran realmente
duras en las profundidades de las galerías, y los obreros, incluido Alcubierre,
se veían expuestos diariamente a los gases tóxicos emanados de las antorchas y
a la nociva falta de aire puro. Para hacerse una idea de la dureza de las
condiciones, sobra con una breve descripción del itinerario realizado por
aquellos inexpertos arqueólogos: en un primer momento, los obreros descendían a
las galerías atados con una cuerda unida a un cabestrante; después debían
avanzar por estrechos pasadizos que se hacían cada vez más angostos, oscuros y
húmedos, con un aire prácticamente irrespirable y viciado. Con condiciones tan
duras, no es de extrañar que Alcubierre, que bajaba a las galerías casi a
diario, terminase gravemente enfermo. Aunque terminó por recobrarse, aquella
dolencia se cobró un elevado precio: el aragonés perdió casi toda su dentadura
y su vista quedó seriamente dañada.
Durante los
cuatro años de convalecencia, el aragonés fue sustituido por los también
ingenieros Francisco Rorro y Pedro Bardet quienes, sin embargo, no tuvieron
tanta suerte en los trabajos como Alcubierre. Cuando éste se reincorporó a sus
labores, ya en 1745, había sido ascendido a teniente coronel y contaba con el
cargo de ingeniero en segundo. Con su regreso –como si de un talismán se
tratase– volvieron también los hallazgos notables al yacimiento de la antigua
Herculano.
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