A mediados de agosto del año 79 después de
Jesucristo se manifestaron los primeros indicios de una erupción del Vesubio,
como ya había sucedido frecuentemente. En las primeras horas de la mañana del
día 24, sin embargo, se vio claramente que se avecinaba una catástrofe jamás
vivida.
Con un trueno
terrible se desgarró la cima del monte. Una columna de humo, abriéndose como la
copa de un gigantesco pino, se desplegó en la bóveda del cielo y, entre el
fragor de truenos y relámpagos, cayó una lluvia de piedras y ceniza que
oscureció la luz del sol. Los pájaros caían muertos del aire, las personas se
refugiaban dando gritos, los animales se escondían. Las calles se veían
inundadas por torrentes de agua, y no se sabía si tales cataratas caían del
cielo o brotaban de la tierra.
Aquellas ciudades de
reposo estival quedaron sepultadas en las primeras horas de actividad de un
esplendoroso día de sol. De dos maneras les amenazaba el trágico final. Un alud
de fango, mezcla de ceniza con lluvia y lava, caía sobre Herculano, inundaba sus
calles y callejas, aumentaba, cubría los tejados, entraba por puertas y
ventanas y anegaba toda la ciudad, como el agua empapa una esponja,
envolviéndola con todo lo que en ella no se había puesto a salvo en huida
rapidísima, casi milagrosa.
No sucedió así en Pompeya. Allí no cayó ese
turbión de fango contra el cual no quedaba más salvación que la huida, sino que
empezó el fenómeno con una fina lluvia de ceniza que uno podía sacudirse de
encima, luego cayeron los lapilli,
como si fuese pedrisco, y después cayeron trozos de piedra pómez de muchos
kilogramos de peso. Lenta y fatalmente se manifestó la temible envergadura del
peligro. Pero entonces era ya demasiado tarde. Pronto quedó la ciudad envuelta
en vapores de azufre que penetraban por las rendijas y hendiduras y se
filtraban por las telas que las personas, al respirar cada vez con más
dificultad, se ponían para cubrirse el rostro. Y corriendo, huían al exterior
para lograr así la libertad de respirar el aire; pero las piedras les daban con
tanta frecuencia en la cabeza, que retrocedían, aterrorizados. Apenas se habían
refugiado de nuevo en sus casas, se derrumbaban los techos, dejándolos
sepultados. Algunos, durante breve tiempo, conservaron la vida. Bajo los
pilares de las escalinatas y las arcadas se quedaban acurrucados durante unos
angustiosos minutos. Luego, volvían los vapores de azufre que los asfixiaban.
Al cabo de cuarenta y
ocho horas el sol salió de nuevo. Pero ya Pompeya y Herculano habían dejado de
existir. En un radio de dieciocho kilómetros, el paisaje quedó asolado, y los
campos, antes fértiles, totalmente arrasados. Las partículas de ceniza se
habían extendido hasta el norte de África, Siria y Egipto.
Del Vesubio sólo
ascendía una débil columna de humo y de nuevo el cielo se tornaba azul.
No hay comentarios:
Publicar un comentario