Tras dieciséis siglos durmiendo un
sueño que parecía eterno, los restos de las ciudades romanas de Herculano,
Pompeya y Estabia comenzaron a salir de su letargo, gracias a la labor de un
ingeniero militar que, destinado en Nápoles protagonizó uno de los hechos
arqueológicos más importantes de todos los tiempos.
Carlos III y María Amalia Cristina
En el año 1738, María Amalia
Cristina, la hija de Augusto III de Sajonia, abandonando la corte de Dresde, se
desposó con Carlos de Borbón, rey de las Dos Sicilias. Esta reina vivaracha,
aficionada al arte, fisgoneaba por los jardines y las amplias estancias de los
palacios napolitanos descubriendo estatuas y esculturas, que en parte se habían
hallado, por casualidad, antes de la última erupción del Vesubio, y en parte,
también, desenterradas en excavaciones debidas a la iniciativa del general
D'Elboeuf. Fascinada por la belleza de estos tesoros, María Cristina suplicó
con insistencia a su egregio esposo que mandara buscar nuevas piezas. El
Vesubio, después de la gran erupción de mayo de 1737, cuando el flanco de la
montaña se había abierto y parte de la cima voló al cielo, llevaba año y medio
tranquilo bajo el cielo azul de Nápoles. Y el rey escuchó su ruego.
Como era lógico, prosiguieron las
excavaciones donde D'Elboeuf las había terminado. El rey consultó el caso con
el caballero Roque Joaquín de Alcubierre, comandante supremo de sus tropas de
zapadores, y el español proporcionó obreros, herramientas y pólvora.
Las dificultades eran notables, pues había que
vencer los quince metros de espesor de aquella pétrea masa formada por las viejas
lavas de la erupción. Desde un pozo que D'Elboeuf había abierto, se perforaron
galerías y se taladraron agujeros para barrenos. Luego llegó el momento en que
la piqueta chocó con metal y su golpe resonó como una campana. Lo primero que
se halló fueron tres fragmentos de unos caballos de bronce, de tamaño mayor
que el natural.
Sólo entonces se les ocurrió que
estas obras debían realizarse con prudencia, cosa que en el fondo hubieran
tenido que hacer desde el primer momento. Y se buscó un experto, el marqués don
Marcello Venuti, humanista y director de la Biblioteca Real, que vigiló desde
entonces los trabajos. Siguieron tres esculturas en mármol, romanos vestidos
con toga, columnas pintadas y el cuerpo de otro caballo de bronce. Los reyes se
presentaron para la inspección. El marqués se hizo descender por una cuerda a
las galerías y él mismo descubrió una escalera, cuya forma le hizo deducir la
construcción total del edificio, y el 11 de diciembre de 1873 se confirmó que su hipótesis era
acertada. Entonces se halló una inscripción por la cual se podía ver que
cierto Rufus había construido por sus propios medios el
Theatrum Herculanense.
Así empezó a descubrirse toda una ciudad sepultada. Donde
existía un teatro, también debía existir una ciudad. Sin saberlo, D'Elboeuf
había penetrado, años antes, en el centro mismo del escenario del teatro.
Este escenario estaba repleto de estatuas. Solamente
aquí, y en ninguna parte más podían acumularse tantas esculturas, ya que la
corriente de lava en su destructor avance había derrumbado la pared trasera del
teatro, ricamente adornada de esculturas, así como la pared del escenario,
cayendo todo ello al espacio donde fueron halladas, donde ruidosamente se
habían amontonado y donde sus cuerpos de piedra hallaron reposo durante
diecisiete siglos.
La inscripción llevaba el nombre de la ciudad: Herculano.
Veinte metros de lava, esa piedra que se torna líquida y
que surge del cráter, mezcla de todos los minerales que al enfriarse de nuevo
se convertían en vidrio y en nueva piedra, cubrían la ciudad de Herculano.
Los lapilli, minúsculas
piedrecitas volcánicas, lanzados junto con la lava grasienta del volcán, caen
en forma de lluvia, quedan depositados en la masa, y pueden levantarse con un
ligero instrumento. Pompeya no estaba sepultada tan profundamente bajo estos
lapilli como Herculano.
Como sucede tantas veces en la Historia, lo mismo que en
la vida de las personas, lo difícil es dar el primer paso, y siempre se pierde
la perspectiva creyendo que el camino más largo es el más cortó. Después que
D'Elboeuf empezara a cavar, pasaron treinta y cinco años hasta que se llegó a
descubrir Pompeya.
El caballero Alcubierre, aún encargado de las
excavaciones, se mostraba impaciente y estaba descontento de sus hallazgos.
Bien es verdad que Carlos de Borbón había podido instalar un museo que no tenía
igual en el mundo. Sin embargo, el rey y su ingeniero se pusieron de acuerdo en
cambiar el teatro de excavaciones y no avanzar a ciegas, sino empezando por el
lugar donde los sabios señalaban que debía hallarse Pompeya, la ciudad que,
según las fuentes antiguas, quedó sepultada el mismo día que la ciudad de
Herculano.
Lo que entonces sucedió parece ese juego que los niños
hacen de «frío y caliente», y que cuando el compañero de juego no es sincero,
en vez de gritar «caliente» cuando la mano se acerca al objeto buscado, dice
«frío». Y en este caso fueron los espíritus de la venganza, de la codicia y de
la impaciencia los que desempeñaron este papel de elemento engañoso.
En el suelo yacía un esqueleto; de sus manos, que aún
parecían querer asir alguna cosa, se habían desprendido, rodando, monedas de
oro y de plata.
Pero en vez de seguir excavando sistemáticamente y de
explotar lo ya descubierto para llegar a conclusiones que ahorrasen tiempo, sin
sospechar que se había llegado al centro mismo de Pompeya, se volvieron a
cubrir otra vez con tierra los hoyos y comenzó la búsqueda en otro lugar.
¿Podía ser de otro modo? El móvil de los regios esposos
estaba únicamente guiado por su entusiasmo de aficionados, y hemos de confesar
que la cultura del rey no era muy amplia; el de Alcubierre era resolver un
simple problema técnico. Winckelmann, más tarde, decía, lleno de rabia, que
Alcubierre tenía tanta relación con las antigüedades «como la luna con los
cangrejos», y en todos los demás que participaban en aquel asunto no había más
ambición que la oculta idea de dar acaso un golpe afortunado, tropezando con su
piqueta alguna vasija llena de monedas de oro y plata. Digamos, de paso, que
dé los veinticuatro hombres que trabajaban, doce eran presidiarios y los otros
estaban muy mal pagados.
Se descubrió la sala de espectáculos del anfiteatro. Y al
no hallar más estatuas, ni oro, ni joyas, se empezó a cavar en otro lugar. La
constancia hubiera conducido a la meta. En las proximidades de la puerta de
Herculano encontraron una villa,
de la cual se pretendió, sin fundamento (nadie sabe ya cómo surgió tal idea),
que era la casa de Cicerón. Tales pretensiones, desprovistas de toda base, aún
jugarán frecuentemente su papel en la historia de la Arqueología, e incluso a
veces un papel provechoso. Las paredes de esta villa se hallaban decoradas con
frescos maravillosos, que fueron cuidadosamente recortados y copiados, después
de lo cual se volvió a sepultar de nuevo.
Pasaron incluso unos cuatro años en que no se hizo caso
alguno de la región circundante de Civitá, la antigua Pompeya, volviendo la
atención a excavaciones más provechosas, otra vez cerca de Herculano, donde se
encontró uno de los tesoros antiguos más interesantes de aquella época: la villa con la biblioteca utilizada
por el filósofo Filodemo, hoy día llamada Villa dei
Papiri.
En 1754, por fin, y en la parte sur de Pompeya, se
hallaron de nuevo
los restos de algunas tumbas y murallas antiguas. Y desde aquel día hasta hoy,
con escasas interrupciones, se han continuado las excavaciones en ambas
ciudades. Y así surgió un milagro tras otro.
Sólo conociendo la índole de la catástrofe que afectó a
estas ciudades podemos comprender la influencia que ejerció su descubrimiento
sobre el siglo del neoclasicismo.
A mediados de agosto del año 79 después de Jesucristo se manifestaron
los primeros indicios de una erupción del Vesubio, como ya había sucedido
frecuentemente. En las primeras horas de la mañana del día 24, sin embargo, se
vio claramente que se avecinaba una catástrofe jamás vivida.
Con un trueno terrible se desgarró la cima del monte. Una columna
de humo, abriéndose como la copa de un gigantesco pino, se desplegó en la
bóveda del cielo y, entre el fragor de truenos y relámpagos, cayó una lluvia de
piedras y ceniza que oscureció la luz del sol. Los pájaros caían muertos del
aire, las personas se refugiaban dando gritos, los animales se escondían. Las
calles se veían inundadas por torrentes de agua, y no se sabía si tales
cataratas caían del cielo o brotaban de la tierra.
Aquellas ciudades de reposo estival quedaron sepultadas en
las primeras horas de actividad de un esplendoroso día de sol. De dos maneras
les amenazaba el trágico final. Un alud de fango, mezcla de ceniza con lluvia y
lava, caía sobre Herculano, inundaba sus calles y callejas, aumentaba, cubría
los tejados, entraba por puertas y ventanas y anegaba la ciudad toda, como el
agua empapa una esponja, envolviéndola con todo lo que en ella no se había
puesto a salvo en huida rapidísima, casi milagrosa.
No sucedió así en Pompeya. Allí no cayó ese turbión de
fango contra el cual no quedaba más salvación que la huida, sino que empezó el
fenómeno con una fina lluvia de ceniza que uno podía sacudirse de encima,
luego cayeron los lapilli, como si fuese pedrisco, y después cayeron trozos de piedra
pómez de muchos kilogramos de peso. Lenta y fatalmente se manifestó la temible
envergadura del peligro. Pero entonces era ya demasiado tarde. Pronto quedó la
ciudad envuelta en vapores de azufre que penetraban por las rendijas y
hendiduras y se filtraban por las telas que las personas, al respirar cada vez
con más dificultad, se ponían para cubrirse el rostro. Y corriendo, huían al
exterior para lograr así la libertad de respirar el aire; pero las piedras les
daban con tanta frecuencia en la cabeza, que retrocedían, aterrorizados. Apenas
se habían refugiado de nuevo en sus casas, se derrumbaban los techos,
dejándolos sepultados. Algunos, durante breve tiempo, conservaron la vida. Bajo
los pilares de las escalinatas y las arcadas se quedaban acurrucados durante
unos angustiosos minutos. Luego, volvían los vapores de azufre que los
asfixiaban.
Al cabo de cuarenta y ocho horas el sol salió de nuevo.
Pero ya Pompeya y Herculano habían dejado de existir. En un radio de dieciocho
kilómetros, el paisaje quedó asolado, y los campos, antes fértiles, totalmente
arrasados. Las partículas de ceniza se habían extendido hasta el norte de África,
Siria y Egipto.
Del Vesubio sólo ascendía una débil columna de humo y de
nuevo el cielo se tornaba azul.
Meditemos qué acontecimiento tan terrorífico fue éste para
toda la ciencia que se ocupa de los tiempos pasados.
Pasaron casi mil setecientos años.
Otros hombres de distinta cultura, de costumbres diferentes
y sin embargo unidos a los entonces sepultados por esos lazos de sangre que
unen a toda la Humanidad, penetraron con la piqueta en la tierra y sacaron a la
luz del día lo que allí quedó reposando tantos años. Este hecho es sólo
comparable con el misterio de una resurrección de los muertos.
Obcecado por su pasión científica, es posible que el
investigador, al margen de todo sentimiento piadoso, se sienta feliz ante esa
clase de catástrofes.
«Es difícil que pueda haber algo más interesante...», decía
Goethe sobre Pompeya. Y, en efecto, difícilmente puede uno imaginarse una
posibilidad más oportuna que tal lluvia de ceniza para conservar una ciudad con
toda la actividad de su vida cotidiana para la posteridad investigadora. Allí
no pereció una ciudad antigua que se extinguiera lentamente. Allí, unas
ciudades vivas se vieron de repente tocadas por la varita mágica, y las leyes
del tiempo, del crecimiento y de la muerte perdieron toda vigencia sobre ellas.
Hasta el año de la primera excavación no se sabía más que
el simple hecho: dos ciudades habían quedado sepultadas. Pero ahora, poco a
poco, se iba conociendo el dramático proceso, y las noticias de los autores
antiguos se animaban. Se conoció lo terrible de la catástrofe, la vertiginosa
rapidez con que de modo tan brusco se interrumpió el curso del día en su
evolución normal, y así, ni el lechón ni el pan pudieron ser sacados del horno.
¿Qué historia nos velan los restos de dos huesos que aún conservan
las cadenas de la esclavitud, mientras que a su alrededor ya se había producido el
derrumbamiento? ¿Cuánta tortura oculta la muerte del perro hallado bajo el
techo de una habitación, igualmente atado con una cadena? El perro subió sobre
los montones de lapilli que penetraban por las ventanas y las puertas hasta que
el techo obligó al animal a detenerse, hasta que ladró por última vez,
asfixiándose.
Historias de familia, dramas entre la angustia y la
muerte nos revelaba la piqueta en su labor. El último capítulo de Bulwer en su
famosa novela «Los últimos días de Pompeya» no tiene el carácter de lo
improbable. Veíanse madres abrazando a sus hijos, con el último trozo de velo
que los protegía, y así hasta que todos se ahogaban. Fueron descubiertos hombres
y mujeres que habían reunido sus tesoros, que habían llegado ante la puerta y
habían caído derribados por la lluvia de los lapilli, y así permanecían asiendo aún
con sus últimas fuerzas las joyas, el dinero. Cave canem — cuidado con el perro —, reza
la clásica inscripción de un mosaico ante la puerta de la casa donde Bulwer
hace residir a su Glauco. Ante este umbral dos jóvenes que retrasaron la huida
para recoger sus riquezas, se vieron sorprendidos y se les hizo demasiado
tarde.
Ante la puerta de Hércules son hallados un cuerpo junto
al otro, acurrucados, aún cargados con los objetos domésticos, que se Ies
habían hecho demasiado pesados. En una habitación sepultada se hallaban los
esqueletos de una mujer y un perro. Un estudio más detenido revela un suceso
terrible. Mientras que el esqueleto del perro conservaba su forma íntegra, los
huesos de la mujer aparecían esparcidos por todos los rincones de la
habitación. ¿Cómo se habían esparcido? ¿Habían sido arrastrados? Sí,
arrastrados, sin duda, por el perro, que, en el momento más crítico del hambre
sintió renacer su naturaleza lupina y acaso así lograra ganar un día a la
muerte devorando a su dueña. No muy lejos de allí, se habían interrumpido unos
funerales. Los participantes en el banquete fúnebre se habían echado en los
sofás según la costumbre; pues bien, así se les hallaba ahora, después de mil
setecientos años. Habían presenciado su propio entierro.
En otro lugar aparecían siete niños que, jugando
despreocupadamente, fueron sorprendidos en una habitación por la muerte. Más
allá, treinta y cuatro personas, y una cabra entre ellas, que seguramente
anunció con el sonido de su cencerro la fatal noticia, mientras intentaban
guarecerse en una casa. A quien había retrasado la huida no le valían ya ni el
valor, ni la preocupación, ni la fuerza. Hallóse a un hombre de proporciones
verdaderamente hercúleas, mas a pesar de ello no había podido proteger a la
madre con su hija de catorce años que corrían delante de él. Juntos habían
caído, lis verdad que con sus últimas fuerzas había intentado otra vez levantarse.
Entonces los vapores le habían aturdido y, lentamente, se había desplomado, y
deslizándose de espaldas había quedado extendido. Las cenizas le cubrieron
moldeando su forma. Los investigadores vertieron yeso sobre esta forma y así
lograron reproducir los contornos de aquel hombre, la escultura auténtica de un
pompeyano muerto.
¿Qué golpes no daría aquel hombre de la casa sepultada
cuando, abandonado, se dio cuenta de que tenía cerradas todas las puertas y
salidas? Tomó un pico y empezó a derribar la pared. Cuando se dio cuenta de que
tampoco detrás de aquella pared había salida al exterior, abrió brecha en otra
pared, hasta que por último vio que la habitación contigua estaba ya llena de
lava y escombros.
Tal como habían sido habitadas y animadas en vida, así
quedaron las casas, el templo de Isis y el Anfiteatro. En las habitaciones
donde se solía escribir, había tablillas de cera; en la biblioteca, rollos de
papiro; en los talleres, herramientas; en los baños, cepillos. En las mesas de
las fondas quedaban aún los restos del servicio y el dinero del huésped recién
ido; en los muros de las fosas aparecían versos escritos por amantes lánguidos
o desesperados; en las paredes de las villas, pinturas que, como escribió
Venuti, «eran más hermosas que las obras de Rafael».
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